A mis amigos: los que están, los que han estado, los que se fueron y los que vendrán
Salí de mi casa hoy por la tarde con ganas de conocer un nuevo sitio. Ayer al llegar a mi casa por la noche, una estela deslumbrante de colores llamo mi atención, se trataba de los juegos pirotécnicos que habían sido preparados con motivo de la llegada de la Virgen de Zapopan a una iglesia que no estaba tan lejos de mi casa.
Mi madre bañaba a mi pequeño vecino que para estas fechas se ha convertido en un miembro de la familia más y al que considero mi hermano. Me dijo que la pirotecnia provenía del Templo de San Martín o algo así y que no estaba lejos de donde vivíamos. Me aventuré y fui en camino.
Entre nostálgico y alegre recorría las calles. Pausado y añorado. Dejaba que los sitios me contarán sus historias. La gente pasaba de largo: a veces sonriendo, a veces con la faz seria, a veces llamando por sus celulares. Me convertí en un simple espectador de la vida y me olvide de los problemas y de mi filosofía. Sigue sorprendiéndome la inocencia de los niños, jugando despreocupadamente en las calles. Las risas explotan, “¡bola!” y el juego se detiene, pasa el automóvil o las personas que invadimos la cancha y el juego se reanuda. Mis pasos me llevan paulatinamente a mi objetivo. Un niño llora a rabiar, hace el berrinche de su vida sin duda alguna, la madre saca un biberón de su bolsa y el niño lo desprecia, ahora saca una paleta, el niño se la lleva a la boca y deja de llorar. Un dulce desvanece y mitiga su dolor hasta el grado de desaparecerlo, y yo sorprendido con la capacidad de volver a empezar y de realizar nuevas cosas de los pequeños.
Al tener un pequeño esbozo en mi mente del sitio al que pretendo llegar me doy cuenta de que estoy a menos de cien pasos. Sonrío. Me detengo para cruzar la calle. Recuerdo la inclemencia del tiempo, y ya no sé si bendecirle o maldecirle, si recriminarle o agradecerle. Prosigue mi caminar y mis huellas quedan perpetuadas efímeramente en el lodo que hay en medio de la acera.
Parece que llega el momento anhelado. El sitio que según los pensamientos de toda mi vida se encuentra en una esquina y es de cantera, no es lo que yo creía en realidad. Observo las puertas cerradas, ningún vitral, ni siquiera una cruz, no veo entrada principal. Me siento defraudado. Doy diez pasos más para llegar a la acera de enfrente. De reojo veo una torre alta con una cruz en ella. Redirijo mis pasos.
Los puestos ambulantes, aunque pocos, comienzan a retirarse. Collares con cruces o figuras de la Virgen de Guadalupe como dije para los religiosos o de calaveras para los más rudos, una suástica para aquel que se considera pseudoseguidor del movimiento Nazi y una letra a encerrada dentro de un circulo para todos aquellos anárquicos. Más adelante los cirios y los escapularios se hacen presentes. Unas mujeres de entre cuarenta y cincuenta años ríen mientras se cuentan lo que en el argot popular se conoce como “chisme de vecindad”. Aunque no es la imagen estereotipada de “Doña Florinda” me río por dentro de sólo imaginarlo y asomo una sonrisa en mi rostro.
Me persigno según la costumbre católica antes de entrar a lo que conocen como “la casa de Dios”. No profeso esa religión, aunque lo soy por nacimiento. Le doy cuenta a cada detalle del interior. Es una iglesia humilde. Exageraría al decir que su capacidad máxima es de cien personas sentadas en las bancas que predispone. El lugar esta semivacío. Un hombre sentado en una banca observa fijamente la imagen de Jesús crucificado y en el altar dos monjas se dedican a darle acomodo a las flores que, supongo, han dejado los feligreses como tributo o agradecimiento.
Me hinco, fiel a mi costumbre al entrar a una iglesia católica. Junto mis manos y comienza mi charla con Dios. Agradezco por todo lo que hace y deja de hacer por mí, por los que me quieren, por los que quiero, por los que me odian y por los que odio. Suelo decirle que aunque tenga mi vida en sus manos y tenga un plan para todos nosotros, a veces desearía que las cosas que yo sueño se hagan realidad, aunque Él me demuestre que todo tiene un tiempo y que nos pone pruebas para saber si merecemos lo que pedimos. Le pido bienestar y buenaventura a los que amo y me rodean y me despido del sitio. Vuelvo a persignarme y me retiro del lugar.
Al salir una señora vendiendo buñuelos y otra haciendo lo propio con tunas. Me siento feliz y no sé porqué. Me parece curioso cómo un taller mecánico está pegado a la iglesia y después una pensión para automóviles. Dos niños que atraviesan la pubertad practican en la calle pases de futbol, un movimiento en falso y el balón se estrella con la puerta de una casa, entonces se hace presente en el rosto de uno de ellos el gesto de “¡chin! Nos van a regañar”. Doy vuelta en la esquina y voy recordando los juegos de mi niñez. ¡Un dos tres por mí!, ¡La traes!, ¡Tapo!, ¡Metegol!, ¡Cebollitas!, ¡Los listones!, ¡Lobo, lobito, ¿estás ahí?!...
Sin darme cuenta mis pasos me llevan a la que fuera mi escuela preparatoria. El sitio ha cambiado tanto y a la vez no. Ya no estamos los que éramos y ahora están los que son. Me parece estar ahí de nueva cuenta, escucho las voces de mis ex compañeros: sus risas y sus burlas. Aunque vacía por vacaciones yo siento el murmullo. Le doy un vistazo por fuera con la melancolía en los ojos y en la mente. Me poso justo frente a la entrada, me parece más pequeña de lo que la recordaba. Cerrada, ojala estuviera abierta. Los puestos de enfrente aunque por ahora cerrados los veo abiertos. Contrario a lo que piensa el lector no he fumado nada. El cybercafe, los puestos de fruta, los hotdogs, las aguas frescas, las papelerías, el sitio en el que las copias costaban veinte centavos, el local móvil en que las papas cocidas, los salchipulpos y las salchichas sabían a gloria. Metros más adelante las maquinas de arcadia o como coloquialmente las llamamos “las maquinitas”, el futbolito… tantos recuerdos en un cerrar de ojos. Camino alrededor de la Preparatoria, las risas, los enojos, las burlas, “la carrilla”, los enamoramientos, los abrazos, los besos, las charlas sin sentido, las tareas: hechas en casa, de última hora, las copiadas o las olvidadas, las maquetas, las rutinas de educación física, las prácticas de laboratorio, los exámenes: los aprobados y los reprobados, los días de lluvia, los de verano y los de invierno, los chistes, los albures… todo en un cerrar de ojos.
Vuelvo a mi casa, le cuento a mi madre que el sitio que toda mi vida pensaba era un templo no lo era. Me tacha de tonto, me dice que eso es una funeraria, me rio porque es inevitable, ¿quién confunde un templo con una funeraria? Enciendo la computadora y dejo que las palabras vayan describiendo de manera parcial lo que experimente.
Me encuentro pensativo, feliz, reflexivo, nostálgico, alegre, emociones encontradas que no sé cómo expresar. Escribo y sigo escribiendo. Quizá tu leas y sigas leyendo o quizá hayas dejado de hacerlo hace mil palabras. No tengo mucho que decir, pero esto aunque absurdo o profundo, va desde el fondo de mis sentimientos, a veces frío y distante y a veces cálido y cursi.
Y ya no importa si nos conocimos vírgenes y el tiempo nos cambio. Si el destino nos separa y con algo de suerte nos volvemos a reunir. De cada experiencia buena o mala siempre obtenemos un nuevo aprendizaje. Si tú me conociste a mí y yo a ti, que bueno o que malo.
Porque esto va para todos aquellos a los que les he estrechado la mano. A los que he saludado con gusto y otras veces no tanto. A los que la nostalgia me motivo a buscarlos y a los que me encontraron. A los que sonríen cuando saben de nuestras vidas y a los que son indiferentes. A esas personas que han secado mis lágrimas y a los que les he dado un pañuelo para sonarse. A los que se han reído conmigo, de mí o de otro amigo. A los que sabiendo que estoy mal me dejan hacer mis tonterías y a los que pido perdón por habérmelo dicho antes y no hacerles caso. A los que aun lejos sé que están bien. A los que extraño y a los que no extraño. A los que me han abrazado cuando lo necesitaba o a los cuales les nació darme una abrazo. A los que besé en la mejilla y en los labios. A los que no dudaron en burlarse cuando me caí y termine riéndome con ellos. A los que un reto termino en romance. A los que me dijeron "que pendejo estás" y significaba me preocupo por ti. A los que me mentaron la madre desde el fondo de su alma y a los que se quedaron con las ganas.A los que hice reír para hacerlos sentir mejor o los que hicieron lo mismo conmigo. A los que veo, a los que no he visto, a los que sé que están, a los que estuvieron, a los que estarán.
A todos ellos, porque siempre estamos.
Edgar Mora
Mi madre bañaba a mi pequeño vecino que para estas fechas se ha convertido en un miembro de la familia más y al que considero mi hermano. Me dijo que la pirotecnia provenía del Templo de San Martín o algo así y que no estaba lejos de donde vivíamos. Me aventuré y fui en camino.
Entre nostálgico y alegre recorría las calles. Pausado y añorado. Dejaba que los sitios me contarán sus historias. La gente pasaba de largo: a veces sonriendo, a veces con la faz seria, a veces llamando por sus celulares. Me convertí en un simple espectador de la vida y me olvide de los problemas y de mi filosofía. Sigue sorprendiéndome la inocencia de los niños, jugando despreocupadamente en las calles. Las risas explotan, “¡bola!” y el juego se detiene, pasa el automóvil o las personas que invadimos la cancha y el juego se reanuda. Mis pasos me llevan paulatinamente a mi objetivo. Un niño llora a rabiar, hace el berrinche de su vida sin duda alguna, la madre saca un biberón de su bolsa y el niño lo desprecia, ahora saca una paleta, el niño se la lleva a la boca y deja de llorar. Un dulce desvanece y mitiga su dolor hasta el grado de desaparecerlo, y yo sorprendido con la capacidad de volver a empezar y de realizar nuevas cosas de los pequeños.
Al tener un pequeño esbozo en mi mente del sitio al que pretendo llegar me doy cuenta de que estoy a menos de cien pasos. Sonrío. Me detengo para cruzar la calle. Recuerdo la inclemencia del tiempo, y ya no sé si bendecirle o maldecirle, si recriminarle o agradecerle. Prosigue mi caminar y mis huellas quedan perpetuadas efímeramente en el lodo que hay en medio de la acera.
Parece que llega el momento anhelado. El sitio que según los pensamientos de toda mi vida se encuentra en una esquina y es de cantera, no es lo que yo creía en realidad. Observo las puertas cerradas, ningún vitral, ni siquiera una cruz, no veo entrada principal. Me siento defraudado. Doy diez pasos más para llegar a la acera de enfrente. De reojo veo una torre alta con una cruz en ella. Redirijo mis pasos.
Los puestos ambulantes, aunque pocos, comienzan a retirarse. Collares con cruces o figuras de la Virgen de Guadalupe como dije para los religiosos o de calaveras para los más rudos, una suástica para aquel que se considera pseudoseguidor del movimiento Nazi y una letra a encerrada dentro de un circulo para todos aquellos anárquicos. Más adelante los cirios y los escapularios se hacen presentes. Unas mujeres de entre cuarenta y cincuenta años ríen mientras se cuentan lo que en el argot popular se conoce como “chisme de vecindad”. Aunque no es la imagen estereotipada de “Doña Florinda” me río por dentro de sólo imaginarlo y asomo una sonrisa en mi rostro.
Me persigno según la costumbre católica antes de entrar a lo que conocen como “la casa de Dios”. No profeso esa religión, aunque lo soy por nacimiento. Le doy cuenta a cada detalle del interior. Es una iglesia humilde. Exageraría al decir que su capacidad máxima es de cien personas sentadas en las bancas que predispone. El lugar esta semivacío. Un hombre sentado en una banca observa fijamente la imagen de Jesús crucificado y en el altar dos monjas se dedican a darle acomodo a las flores que, supongo, han dejado los feligreses como tributo o agradecimiento.
Me hinco, fiel a mi costumbre al entrar a una iglesia católica. Junto mis manos y comienza mi charla con Dios. Agradezco por todo lo que hace y deja de hacer por mí, por los que me quieren, por los que quiero, por los que me odian y por los que odio. Suelo decirle que aunque tenga mi vida en sus manos y tenga un plan para todos nosotros, a veces desearía que las cosas que yo sueño se hagan realidad, aunque Él me demuestre que todo tiene un tiempo y que nos pone pruebas para saber si merecemos lo que pedimos. Le pido bienestar y buenaventura a los que amo y me rodean y me despido del sitio. Vuelvo a persignarme y me retiro del lugar.
Al salir una señora vendiendo buñuelos y otra haciendo lo propio con tunas. Me siento feliz y no sé porqué. Me parece curioso cómo un taller mecánico está pegado a la iglesia y después una pensión para automóviles. Dos niños que atraviesan la pubertad practican en la calle pases de futbol, un movimiento en falso y el balón se estrella con la puerta de una casa, entonces se hace presente en el rosto de uno de ellos el gesto de “¡chin! Nos van a regañar”. Doy vuelta en la esquina y voy recordando los juegos de mi niñez. ¡Un dos tres por mí!, ¡La traes!, ¡Tapo!, ¡Metegol!, ¡Cebollitas!, ¡Los listones!, ¡Lobo, lobito, ¿estás ahí?!...
Sin darme cuenta mis pasos me llevan a la que fuera mi escuela preparatoria. El sitio ha cambiado tanto y a la vez no. Ya no estamos los que éramos y ahora están los que son. Me parece estar ahí de nueva cuenta, escucho las voces de mis ex compañeros: sus risas y sus burlas. Aunque vacía por vacaciones yo siento el murmullo. Le doy un vistazo por fuera con la melancolía en los ojos y en la mente. Me poso justo frente a la entrada, me parece más pequeña de lo que la recordaba. Cerrada, ojala estuviera abierta. Los puestos de enfrente aunque por ahora cerrados los veo abiertos. Contrario a lo que piensa el lector no he fumado nada. El cybercafe, los puestos de fruta, los hotdogs, las aguas frescas, las papelerías, el sitio en el que las copias costaban veinte centavos, el local móvil en que las papas cocidas, los salchipulpos y las salchichas sabían a gloria. Metros más adelante las maquinas de arcadia o como coloquialmente las llamamos “las maquinitas”, el futbolito… tantos recuerdos en un cerrar de ojos. Camino alrededor de la Preparatoria, las risas, los enojos, las burlas, “la carrilla”, los enamoramientos, los abrazos, los besos, las charlas sin sentido, las tareas: hechas en casa, de última hora, las copiadas o las olvidadas, las maquetas, las rutinas de educación física, las prácticas de laboratorio, los exámenes: los aprobados y los reprobados, los días de lluvia, los de verano y los de invierno, los chistes, los albures… todo en un cerrar de ojos.
Vuelvo a mi casa, le cuento a mi madre que el sitio que toda mi vida pensaba era un templo no lo era. Me tacha de tonto, me dice que eso es una funeraria, me rio porque es inevitable, ¿quién confunde un templo con una funeraria? Enciendo la computadora y dejo que las palabras vayan describiendo de manera parcial lo que experimente.
Me encuentro pensativo, feliz, reflexivo, nostálgico, alegre, emociones encontradas que no sé cómo expresar. Escribo y sigo escribiendo. Quizá tu leas y sigas leyendo o quizá hayas dejado de hacerlo hace mil palabras. No tengo mucho que decir, pero esto aunque absurdo o profundo, va desde el fondo de mis sentimientos, a veces frío y distante y a veces cálido y cursi.
Y ya no importa si nos conocimos vírgenes y el tiempo nos cambio. Si el destino nos separa y con algo de suerte nos volvemos a reunir. De cada experiencia buena o mala siempre obtenemos un nuevo aprendizaje. Si tú me conociste a mí y yo a ti, que bueno o que malo.
Porque esto va para todos aquellos a los que les he estrechado la mano. A los que he saludado con gusto y otras veces no tanto. A los que la nostalgia me motivo a buscarlos y a los que me encontraron. A los que sonríen cuando saben de nuestras vidas y a los que son indiferentes. A esas personas que han secado mis lágrimas y a los que les he dado un pañuelo para sonarse. A los que se han reído conmigo, de mí o de otro amigo. A los que sabiendo que estoy mal me dejan hacer mis tonterías y a los que pido perdón por habérmelo dicho antes y no hacerles caso. A los que aun lejos sé que están bien. A los que extraño y a los que no extraño. A los que me han abrazado cuando lo necesitaba o a los cuales les nació darme una abrazo. A los que besé en la mejilla y en los labios. A los que no dudaron en burlarse cuando me caí y termine riéndome con ellos. A los que un reto termino en romance. A los que me dijeron "que pendejo estás" y significaba me preocupo por ti. A los que me mentaron la madre desde el fondo de su alma y a los que se quedaron con las ganas.A los que hice reír para hacerlos sentir mejor o los que hicieron lo mismo conmigo. A los que veo, a los que no he visto, a los que sé que están, a los que estuvieron, a los que estarán.
A todos ellos, porque siempre estamos.
Edgar Mora