Continuación
Obviamente, lo esencial no es conocer exactamente cuántos son los ciudadanos informados que siguen los acontecimientos políticos, con respecto a los competentes que conocen el modo de resolverlos (o que saben que no lo saben); lo importante es que cada maximización de democracia, cada crecimiento de directismo requiere que el número de personas informadas se incremente y que, al mismo tiempo, aumente su competencia, conocimiento y entendimiento. Si tomamos esta dirección, entonces el resultado es un demos potenciado, capaz de actuar más y mejor que antes. Pero si, por el contrario, esta dirección se invierte, entonces nos acercamos a un demos debilitado. Que es exactamente lo que está ocurriendo.
Entretanto, es toda la educación la que está decayendo y la que se ha deteriorado por el 68 y por la torpe pedagogía en auge. En segundo lugar y, específicamente, la televisión empobrece drásticamente la información y la formación del ciudadano. Por último, y sobre todo (como venimos diciendo en todo este trabajo), el mundo en imágenes que nos ofrece el vídeo-ver desactiva nuestra capacidad de abstracción y, con ella, nuestra capacidad de comprender los problemas y afrontar- los racionalmente. En estas condiciones, el que apela y promueve un demos que se autogobierne es un estafador sin escrúpulos, o un simple irresponsable, un increíble inconsciente.
Y, sin embargo, es así. Estamos acosados por pregoneros que nos aconsejan a bombo y platillo nuevos mecanismos de consenso y de intervención directa de los ciudadanos en las decisiones de gobierno, pero que callan como momias ante las premisas del discurso, es decir, sobre lo que los ciudadanos saben o no saben de las cuestiones sobre la cuales deberían decidir. No tienen la más mínima sospecha de que éste sea el verdadero problema. Los «directistas» distribuyen permisos de conducir sin preguntarse si las personas saben conducir.
De modo que la visión de conjunto es ésta: mientras la realidad se complica y las complejidades aumentan vertiginosamente, las mentes se simplifican y nosotros estamos cuidando —como ya he dicho— a un vídeo-niño que no crece, un adulto que se configura para toda la vida como un niño recurrente. Y éste es el mal camino, el malísimo camino en el que nos estamos embrollando. Debemos añadir, por último, que actualmente nos encontramos ante un demos debilitado no sólo en su capacidad de entender y de tener una opinión autónoma, sino también en clave de «pérdida de comunidad». Robert Putnam ha documentado ampliamente el hecho de que en Estados Unidos está empezando a producirse una erosión del «capital social» entendido como social connectedness, neighborliness y social trust, es decir, como vínculos de vecindario. Los datos de Putnam ya no me convencen demasiado, pero es cierto que estar frente a la pantalla nos lleva a encerrarnos, a aislarnos en casa. La televisión crea una «multitud solitaria» incluso entre las paredes domésticas. Lo que nos espera es una soledad electrónica: el televisor que reduce al mínimo las interacciones domésticas, y luego Internet que las transfiere y transforma en interacciones entre personas lejanas, por medio de la máquina. También en este sentido es difícil estar peor de lo que estamos en cuanto a una democracia cuyo demos debería administrar participando un sistema de demo-poder. Y si esto no nos preocupa, tal vez sea porque estamos ya en la edad del postpensamiento. Siempre se le ha atribuido a la prensa, a la radio y a la televisión un especial significado democrático: una difusión más amplia de información y de ideas.Pero el valor democrático de la televisión —en las democracias 8_ se va convirtiendo poco a poco en un engaño: un demopoder atribuido a un demos desvirtuado. «El hecho de que la información y la educación política estén en manos de la televisión [...] representa serios problemas para la democracia. En lugar de disfrutar de una democracia directa, el demos está dirigido por los medios de comunicación» (lonescu, 1993, pág. 234). No es sólo una cuestión de «malnutrición informativa», sino que además «quienes seleccionan las informaciones se convierten en administradores del dominio simbólico de las masas. Es suficiente con aumentar o reducir ciertas dosis de imágenes o de noticias para que se adviertan las consecuencias de las técnicas de nutrición adoptadas» (Fisichella, 1995-1996, pág. 68).
Al final, el poder pasa al Gran Hermano electrónico. Negroponte (1995, pág. 47) lo explica del siguiente modo: «El futuro será nada más y nada menos que industria electrónica. Se dispondrá de una inmensa memoria que producirá un inmenso poder [...J. Se mire corno se mire, será el poder del ordenador». Sí, pero hay que añadir algo importante: los ordenadores no son entidades metafísicas; son máquinas utilizadas por personas de carne y hueso. Negroponte sobrevuela, pues. Sobre el Gran Hermano. Que no será —es cierto— un Gran Hermano en singular. Lo cual no será óbice para que la «tecnópoli» digital sea utilizada por una raza patrona de pequeñísimas élites, de tecno-cerebros altamente dotados, que desembocará —según las previsiones de Neil Postman (1985)— en una «tecnocracia convertida en totalitaria» que plasma todo y a todos a su imagen y semejanza. G. Sartori. HomoVidens: la sociedad teledirigida.
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